Carmen estaba bellísima, el embarazo la sentaba tan bien,
le había subido la guapura, tenía una cara resplandeciente, unos ojos
brillantes, alegres, llenos de vivacidad, albergaba vida en su vientre y esta
le asomaba a la cara desbordándose por su mirada. Estaba tan linda con el
jersey de campo de lana gorda de Tomás cubriéndole su abultada barriga hasta
las rodillas desnudas, usaba la ropa de él como si fuera ropa de premamá desde
que empezó a crecer su futuro dentro de ella y la suya le fue imposible
vestirla. Tomás la encontraba preciosa, nunca la había encontrado tan realmente
hermosa, esa era la palabra justa, rebosaba hermosura.
Ella apremió a Tomás en que debía cambiarse la ropa sudada
no fuera a resfriarse e insistió en acompañarle al dormitorio a buscarla, no
fuera a desordenar todo el armario con lo que a ella le había costado deshacer
las maletas en su estado. Se levantó torpemente del banco de piedra, pero sin
permitir que le ayudaran a alzarse, no quería sentirse una invalida, hizo una
pequeña pausa poniéndose las manos en jarras en los riñones como si sopesara su
gravidez, después avanzó con sus andares torpes por el embarazo, con las
piernas más abiertas de lo normal y con pasos cortos como si fuera un ave
palmípeda. Tomás la observaba minuciosamente, con una mirada dulce, incluso
hinchada con lo avanzado de la gestación encontraba tan elegantes sus gestos,
su forma de andar no le parecía cómica, todo lo contrario, veía delicadeza y
elegancia donde todos los demás, incluida ella misma, veían torpeza y desaliño.
Definitivamente estaba fastuosa en su embarazo, había
sobrepasado todos los umbrales de la belleza, él estaba seguro de que nunca en
su vida volvería a encontrarla tan hermosa, era una diosa, si eso era, la diosa
madre, la diosa de la fertilidad, la diosa generadora de vida que embellecía
todo lo que tocaba con la feracidad de su vientre abultado, y él quería ser el
sumo sacerdote de su culto, adorarla desde debajo del pedestal de su maternidad,
postrarse ante su tripa abombada y repetir un mantra místico y fascinante que
alabara su matriz fecunda, su útero preñado de frutos, sus ubres lindas y
ubérrima llenas de vida.
Lo que parecía imposible, había ocurrido, contra más se
deformaba el cuerpo de ella más atractiva era a sus ojos, según avanzaba su
preñez aumentaba su amor por ella, era difícil quererla más de lo que ya la
quería y sin embargo cada mes, cada semana que la gestación la inflaba como un
globo aerostático inflamaba paralelamente sus sentimientos, y no sólo eso, sino
también sus deseos, la deseaba más que nunca, le excitaba sexualmente más que
nunca, disfrutaba con ella en la cama más que nunca. Descubrió los placeres de
la delicadeza y la ternura haciéndole el amor embarazada, de la suavidad, de la
lentitud, de los gestos tiernos, de las caricias apacibles, de los besos
tibios, de la levedad de los abrazos, en definitiva, el maravillo mundo del
sexo sutil e ingrávido.
Al llegar a la habitación él se desnudó completamente ante
la mirada complacida de ella que inmediatamente se abalanzó sobre él y le
abrazó presionándole contra su inmensa barriga, teniendo él que encorvar su
cuerpo para abarcarla y recibirla manteniendo la mayor superficie de contacto
posible entre sus epidermis, entre la piel tersa y tirante de su panza y la
piel sudorosa y caliente de su torso.
Eso es lo que ella quería hacer desde el momento que le vio
entrar sudoroso con la leña, bastante bien enseñado le tenía para que ni se le
ocurriera descolocar nada del armario al cambiarse de ropa. Quería olerle, no
su colonia, ni su loción de afeitar, sino su sudor. Quería embriagarse del
aroma de su macho, olfatear su olor corporal, rastrear por su piel salada y
húmeda los rastros de su virilidad con su nariz, sentir ese perfume acre e
intenso en las mucosas de su fosa nasal. Excitarse instintivamente,
ancestralmente y salvajemente con el olor sexual de su pareja, con su sudor
reciente, cálido y palpitante, un olor a bosque, a vida, a almizcle, a sexo, a
deseo y a entrega, un olor que era suyo, de su hombre, únicamente para su goce,
únicamente para su disfrute íntimo y lascivo.
Desde que estaba embarazada se le había afinado de una
manera muy intensa el sentido del olfato, llegaban mil fragancias nuevas a sus
aletas nasales que temblaban de emoción, era capaz de distinguir matices
olorosos que nunca antes se le habían revelado, y entre todos los perfumes que
redescubrió en su nueva intensidad aromática, el de Tomás era él más delicioso,
el que le hacía experimentar sensaciones más íntimas y profundas.
Un nuevo mundo oculto hasta ahora, eso era, como si hubiera
descubierto una nueva paleta de colores, un nuevo arco iris y disfrutara
repintando el mundo con ellos, se extasiaba en olerlo todo, en recrear el
universo con su pituitaria. Y como ya queda dicho, de entre toda la panoplia de
aromas el de su pareja la volvía literalmente desquiciada, buscaba olerlo
continuamente, sobre todo cuando estaba recién sudado y era más intenso y ácido
su almizcle viril. Llegaba a tal paroxismo de sensaciones que terminaba
lamiendo la sal de las gotas de sudor de Tomás, tal y como estaba haciendo
ahora de sus hombros y torso desnudo, incluso había llegado en ocasiones a
besarle y lamerle las axilas, cosa que en otro tiempo le habría parecido no
sólo algo grotesco y escatológico, sino directamente vomitivo.
Cuando había satisfecho hasta la saciedad sus deseos, y
ante la saturación ya no era capaz de embriagarse con su olor y ya no
encontraba restos salados en la relamida piel de él, suspiró satisfecha, se dio
media vuelta y apoyó toda su cargada y fatigada espalda por el peso contra el
pecho de él. Le cogió ambas manos y se las metió por debajo de la lana de su
jersey depositándolas sobre su hinchado vientre, mientras el empezó a besarla
en la nuca, en el comienzo del arranque del pelo que ella llevaba recogido.
Él acariciaba suavemente la tersa piel de su barriga,
delicadamente, tiernamente, queriendo sentir el hijo dentro de las entrañas, lo
que le hacía infinitamente feliz, poder tener en un solo abrazo las dos mujeres
que seguramente más amaría en su vida. Desde que supo por la ecografía que el
hijo no era tal, sino hija, la ternura y el cariño se le acentuaron aún más, si
eso era todavía posible. Le parecía maravilloso reproducir la belleza y
delicadeza de la madre en el cuerpo y el carácter de su futura hija, y le
parecía sublime el que él pudiera participar de ese milagro y contribuir con su
amor a dicha reproducción.
Se pasaban horas así, ella descansando el sobrepeso de su
sufriente espalda contra el pecho de él, y él acariciándola la hinchazón de su
tripa con la yema de los dedos, ella sentía el placer doble de la vida que la
amaba desde dentro de si y el de la vida que la amaba desde fuera. Tomás se
había vuelto tan tierno, tan cariñoso con su embarazo, tan solícitamente atento
hacía ella, sin llegar a agobiarla nunca, haciéndose indispensable sin
abrumarla, que deseaba estar el mayor tiempo posible con él.
Tomás notó como ella ponía sus manos por encima de la lana
sobre las suyas, como si quisiera que él le trasmitiera mediante ese gesto toda
la placidez de sus sentimientos al acariciarle el vientre hinchado. Notó como
ella suspiraba y giraba la cabeza para mirarle directamente a los ojos con una
mirada lánguida, al tiempo que le empujaba sus manos desde fuera del jersey
hacia arriba, hasta situárselas sobre sus pechos, él hizo cuenco con las palmas
de su mano para abarcar toda la redondez de sus senos, notó los pezones
hinchados que quedaron atrapados entre la abertura de dos de sus dedos, con los
cuales hacía sutiles roces sobre ellos como si hiciera pinza, mientras ella
sujetaba y apretaba desde fuera sus manos contra ellos.
Le dijo algo en gallego, creyó entender que “ceitosiño”,
antes de besarle intensamente buscando con su lengua las profundidades
titilantes de la boca de Tomás, un beso profundo de lenguas húmedas
entrelazándose, de saborearse las salivas mutuamente y de labios buscándose y
mordisqueándose, que fue poco a poco convirtiéndose en una sucesiva serie de
besos cortos, delicados, apenas rozándose los labios, tocándose únicamente las
puntas de las lenguas, que culebreaban vivarachas dándose placer y terminó en
unos mordiscos tiernos e interminables de ella en el labio inferior de él.
Carmen metió sus manos debajo del jersey y buscó las de
Tomás, y entrelazándolas con las de él las hizo abandonar sus pechos, se las
soltó el tiempo imprescindible para levantarse el jersey y enrollarlo
arremangado entre sus pechos y su tripa abultada que hacía de repisa para
sujetarlo. Ávidamente volvió a buscar las manos de su amor, pero esta vez sin
entrelazarlas, poniendo su palma abierta sobre el dorso de las suyas
entrelazando únicamente sus dedos pulgares, y las guío hasta la cinturilla
bordada de sus bragas negras, anchas y elásticas, que no le gustaban nada, pero
eran las únicas que podía usar en su estado.
Metió las manos de él, una detrás de otra,
alternativamente, por debajo del elástico de sus bragas hasta que alcanzaron su
sexo, guiándole ella desde fuera en un movimiento descendente, hasta que
abarcaron todo su monte de venus con los dedos y entonces presionó sobre ellas
al tiempo que abría sus muslos, los dedos de él se humedecieron con el goce
lubricado de su sexo e inmediatamente ella sacó la mano de Tomás y le obligó a
meterse los dedos en la boca para que saboreara el placer húmedo de ella. Con
la otra mano hizo la misma operación, pero terminó por llevársela a su propia
boca y saborear ella misma el almíbar almizclado de su sexo en los dedos de él,
que chupo lentamente disfrutando del sabor de ella misma, de su intimidad en la
piel de él.
Carmen se separó del cuerpo desnudo de su pareja, se bajó
el jersey hasta sus desnudas rodillas, le miro al tiempo que le mandaba un beso
por el aire y abandonó el dormitorio cerrando la puerta detrás de ella para que
Tomás terminara de cambiarse de ropa. Aun tardó Tomás en salir, esperando hasta
que se le bajara la erección y no ir marcando paquete por casa de sus suegros.
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