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Quien soy y que pretendo...



Quien soy y que pretendo...

Soy Mesalina, de vuelta del abismo del Tártaro en el Hades en forma de súcuba relapsa para tentar a todos los varones, y al mismo tiempo de íncubo apostata para seducir a todas las mujeres, de este nuevo mundo lleno de lujuria y perversión. Morí prematuramente joven y he resucitado para cumplir todo aquello que dejé pendiente.

Si mi nombre quedó en la historia romana del siglo I como sinónimo de prostituta, ramera, meretriz o felatriz; os juro que estaré a la altura de mi fama previa y satisfaré de nuevo mi lujuria aprovechándome de todos los medios a mi alcance, incluido este maravilloso, a la par que libidinoso, universo virtual.

Ya que el célebre bardo Décimo Junio Juvenal, en su poesía satírica, manifestó su ingenio y mi procacidad, sosteniendo que en los suburbios del Suburra yo adoptaba el mote de Liscisca o mujer-loba, para prostituirme; enviciando y pervirtiendo por dinero a todos mis conciudadanos, vendiendo mis favores. He regresado ahora para enviciar y pervertir gratuitamente a los visitantes de este lugar, para desbaratar el infundio de que mi móvil era el vil metal y no el probo vicio. Por eso uso aquí también mi mote, para limpiarlo de semejante afrenta.

Otrora conseguí vencer a la furcia más famosa de la ciudad eterna, ganándola en leal competición, y derrotándola al satisfacer a doscientos hombres en una única noche; sin distinguir entre patricios, plebeyos, esclavos, soldados, gladiadores, senadores, cónsules o actores. No he de cejar ahora hasta conseguir la eyaculación y la lubricación orgásmica de todo aquel o aquella que se aventure en la lectura de es impúdico sitio; sean estos cientos, miles o millones.

Esa soy yo, Valeria Mesalina alias Liscisca, hija del cónsul Marco Valerio Mesala y por supuesto ninfómana; y estas son mis intenciones.


viernes, 28 de abril de 2017

Tomas y Carmen Una historia sicalíptica Parte III


Carmen estaba bellísima, el embarazo la sentaba tan bien, le había subido la guapura, tenía una cara resplandeciente, unos ojos brillantes, alegres, llenos de vivacidad, albergaba vida en su vientre y esta le asomaba a la cara desbordándose por su mirada. Estaba tan linda con el jersey de campo de lana gorda de Tomás cubriéndole su abultada barriga hasta las rodillas desnudas, usaba la ropa de él como si fuera ropa de premamá desde que empezó a crecer su futuro dentro de ella y la suya le fue imposible vestirla. Tomás la encontraba preciosa, nunca la había encontrado tan realmente hermosa, esa era la palabra justa, rebosaba hermosura.

Ella apremió a Tomás en que debía cambiarse la ropa sudada no fuera a resfriarse e insistió en acompañarle al dormitorio a buscarla, no fuera a desordenar todo el armario con lo que a ella le había costado deshacer las maletas en su estado. Se levantó torpemente del banco de piedra, pero sin permitir que le ayudaran a alzarse, no quería sentirse una invalida, hizo una pequeña pausa poniéndose las manos en jarras en los riñones como si sopesara su gravidez, después avanzó con sus andares torpes por el embarazo, con las piernas más abiertas de lo normal y con pasos cortos como si fuera un ave palmípeda. Tomás la observaba minuciosamente, con una mirada dulce, incluso hinchada con lo avanzado de la gestación encontraba tan elegantes sus gestos, su forma de andar no le parecía cómica, todo lo contrario, veía delicadeza y elegancia donde todos los demás, incluida ella misma, veían torpeza y desaliño.

Definitivamente estaba fastuosa en su embarazo, había sobrepasado todos los umbrales de la belleza, él estaba seguro de que nunca en su vida volvería a encontrarla tan hermosa, era una diosa, si eso era, la diosa madre, la diosa de la fertilidad, la diosa generadora de vida que embellecía todo lo que tocaba con la feracidad de su vientre abultado, y él quería ser el sumo sacerdote de su culto, adorarla desde debajo del pedestal de su maternidad, postrarse ante su tripa abombada y repetir un mantra místico y fascinante que alabara su matriz fecunda, su útero preñado de frutos, sus ubres lindas y ubérrima llenas de vida.

Lo que parecía imposible, había ocurrido, contra más se deformaba el cuerpo de ella más atractiva era a sus ojos, según avanzaba su preñez aumentaba su amor por ella, era difícil quererla más de lo que ya la quería y sin embargo cada mes, cada semana que la gestación la inflaba como un globo aerostático inflamaba paralelamente sus sentimientos, y no sólo eso, sino también sus deseos, la deseaba más que nunca, le excitaba sexualmente más que nunca, disfrutaba con ella en la cama más que nunca. Descubrió los placeres de la delicadeza y la ternura haciéndole el amor embarazada, de la suavidad, de la lentitud, de los gestos tiernos, de las caricias apacibles, de los besos tibios, de la levedad de los abrazos, en definitiva, el maravillo mundo del sexo sutil e ingrávido.

Al llegar a la habitación él se desnudó completamente ante la mirada complacida de ella que inmediatamente se abalanzó sobre él y le abrazó presionándole contra su inmensa barriga, teniendo él que encorvar su cuerpo para abarcarla y recibirla manteniendo la mayor superficie de contacto posible entre sus epidermis, entre la piel tersa y tirante de su panza y la piel sudorosa y caliente de su torso.

Eso es lo que ella quería hacer desde el momento que le vio entrar sudoroso con la leña, bastante bien enseñado le tenía para que ni se le ocurriera descolocar nada del armario al cambiarse de ropa. Quería olerle, no su colonia, ni su loción de afeitar, sino su sudor. Quería embriagarse del aroma de su macho, olfatear su olor corporal, rastrear por su piel salada y húmeda los rastros de su virilidad con su nariz, sentir ese perfume acre e intenso en las mucosas de su fosa nasal. Excitarse instintivamente, ancestralmente y salvajemente con el olor sexual de su pareja, con su sudor reciente, cálido y palpitante, un olor a bosque, a vida, a almizcle, a sexo, a deseo y a entrega, un olor que era suyo, de su hombre, únicamente para su goce, únicamente para su disfrute íntimo y lascivo.

Desde que estaba embarazada se le había afinado de una manera muy intensa el sentido del olfato, llegaban mil fragancias nuevas a sus aletas nasales que temblaban de emoción, era capaz de distinguir matices olorosos que nunca antes se le habían revelado, y entre todos los perfumes que redescubrió en su nueva intensidad aromática, el de Tomás era él más delicioso, el que le hacía experimentar sensaciones más íntimas y profundas.

Un nuevo mundo oculto hasta ahora, eso era, como si hubiera descubierto una nueva paleta de colores, un nuevo arco iris y disfrutara repintando el mundo con ellos, se extasiaba en olerlo todo, en recrear el universo con su pituitaria. Y como ya queda dicho, de entre toda la panoplia de aromas el de su pareja la volvía literalmente desquiciada, buscaba olerlo continuamente, sobre todo cuando estaba recién sudado y era más intenso y ácido su almizcle viril. Llegaba a tal paroxismo de sensaciones que terminaba lamiendo la sal de las gotas de sudor de Tomás, tal y como estaba haciendo ahora de sus hombros y torso desnudo, incluso había llegado en ocasiones a besarle y lamerle las axilas, cosa que en otro tiempo le habría parecido no sólo algo grotesco y escatológico, sino directamente vomitivo.

Cuando había satisfecho hasta la saciedad sus deseos, y ante la saturación ya no era capaz de embriagarse con su olor y ya no encontraba restos salados en la relamida piel de él, suspiró satisfecha, se dio media vuelta y apoyó toda su cargada y fatigada espalda por el peso contra el pecho de él. Le cogió ambas manos y se las metió por debajo de la lana de su jersey depositándolas sobre su hinchado vientre, mientras el empezó a besarla en la nuca, en el comienzo del arranque del pelo que ella llevaba recogido.

Él acariciaba suavemente la tersa piel de su barriga, delicadamente, tiernamente, queriendo sentir el hijo dentro de las entrañas, lo que le hacía infinitamente feliz, poder tener en un solo abrazo las dos mujeres que seguramente más amaría en su vida. Desde que supo por la ecografía que el hijo no era tal, sino hija, la ternura y el cariño se le acentuaron aún más, si eso era todavía posible. Le parecía maravilloso reproducir la belleza y delicadeza de la madre en el cuerpo y el carácter de su futura hija, y le parecía sublime el que él pudiera participar de ese milagro y contribuir con su amor a dicha reproducción.

Se pasaban horas así, ella descansando el sobrepeso de su sufriente espalda contra el pecho de él, y él acariciándola la hinchazón de su tripa con la yema de los dedos, ella sentía el placer doble de la vida que la amaba desde dentro de si y el de la vida que la amaba desde fuera. Tomás se había vuelto tan tierno, tan cariñoso con su embarazo, tan solícitamente atento hacía ella, sin llegar a agobiarla nunca, haciéndose indispensable sin abrumarla, que deseaba estar el mayor tiempo posible con él.

Tomás notó como ella ponía sus manos por encima de la lana sobre las suyas, como si quisiera que él le trasmitiera mediante ese gesto toda la placidez de sus sentimientos al acariciarle el vientre hinchado. Notó como ella suspiraba y giraba la cabeza para mirarle directamente a los ojos con una mirada lánguida, al tiempo que le empujaba sus manos desde fuera del jersey hacia arriba, hasta situárselas sobre sus pechos, él hizo cuenco con las palmas de su mano para abarcar toda la redondez de sus senos, notó los pezones hinchados que quedaron atrapados entre la abertura de dos de sus dedos, con los cuales hacía sutiles roces sobre ellos como si hiciera pinza, mientras ella sujetaba y apretaba desde fuera sus manos contra ellos.

Le dijo algo en gallego, creyó entender que “ceitosiño”, antes de besarle intensamente buscando con su lengua las profundidades titilantes de la boca de Tomás, un beso profundo de lenguas húmedas entrelazándose, de saborearse las salivas mutuamente y de labios buscándose y mordisqueándose, que fue poco a poco convirtiéndose en una sucesiva serie de besos cortos, delicados, apenas rozándose los labios, tocándose únicamente las puntas de las lenguas, que culebreaban vivarachas dándose placer y terminó en unos mordiscos tiernos e interminables de ella en el labio inferior de él.

Carmen metió sus manos debajo del jersey y buscó las de Tomás, y entrelazándolas con las de él las hizo abandonar sus pechos, se las soltó el tiempo imprescindible para levantarse el jersey y enrollarlo arremangado entre sus pechos y su tripa abultada que hacía de repisa para sujetarlo. Ávidamente volvió a buscar las manos de su amor, pero esta vez sin entrelazarlas, poniendo su palma abierta sobre el dorso de las suyas entrelazando únicamente sus dedos pulgares, y las guío hasta la cinturilla bordada de sus bragas negras, anchas y elásticas, que no le gustaban nada, pero eran las únicas que podía usar en su estado.

Metió las manos de él, una detrás de otra, alternativamente, por debajo del elástico de sus bragas hasta que alcanzaron su sexo, guiándole ella desde fuera en un movimiento descendente, hasta que abarcaron todo su monte de venus con los dedos y entonces presionó sobre ellas al tiempo que abría sus muslos, los dedos de él se humedecieron con el goce lubricado de su sexo e inmediatamente ella sacó la mano de Tomás y le obligó a meterse los dedos en la boca para que saboreara el placer húmedo de ella. Con la otra mano hizo la misma operación, pero terminó por llevársela a su propia boca y saborear ella misma el almíbar almizclado de su sexo en los dedos de él, que chupo lentamente disfrutando del sabor de ella misma, de su intimidad en la piel de él.

Carmen se separó del cuerpo desnudo de su pareja, se bajó el jersey hasta sus desnudas rodillas, le miro al tiempo que le mandaba un beso por el aire y abandonó el dormitorio cerrando la puerta detrás de ella para que Tomás terminara de cambiarse de ropa. Aun tardó Tomás en salir, esperando hasta que se le bajara la erección y no ir marcando paquete por casa de sus suegros.







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